Las semanas eran todas iguales. Si hablara de
porcentajes, podría decir que mi ánimo se mantenía parejo en todo lo que iba
del año el setenta y cinco porciento del tiempo. El resto lo utilizaba para
dormir lo más que pudiera o sacarme el malestar de encima bailando. Funcionaba.
Casi siempre.
Ese
lunes se auguraba idéntico al resto. Los mismos lugares, las mismas caras, las
mismas reacciones. Se podría destacar el hecho de que era la última semana de
clases, pero en el resto, sabía que no me iba a llevar sorpresas.
No sabía lo equivocada que estaba al pensar
eso.
Caminé hacia la escuela saludando a todos en
mi camino. En una ciudad tan pequeña como la mía, en una escuela aún más
pequeña, era inevitable conocer a todos y que todos te conocieran.
Especialmente si se trataba de alguien como yo.
Todos conocen al menos a un vecino, amigo,
primo, amor secreto que es como yo: siempre dispuesto a ayudar, a quien sea en
el momento que sea, alguien que es capaz de quedarse sin pintura en la clase de
arte solo por complacer a ese compañero molesto que se quedó sin materiales.
Alguien a quien todos creen conocer, pero no
saben más que el nombre.
Alguien a quien le piden desde objetos
materiales, a que lo cubran, a que mientan, pero nunca invitan a ningún lado.
Alguien que pasa desapercibido siempre hasta
que recuerdan que necesitan algo.
Esa era yo.
Calificaba como “persona simpática”, pero no
como amiga.
No estaba resentida por este, nada menos que agradable
hecho. Disfrutaba de ser esa persona a la que todos acudían, disfrutaba de
ayudar. Y al no ser tan sociable como pueda llegar a parecer al verme agitar la
mano y disparar sonrisas a todos en el gran pasillo, una amiga era todo lo que
necesitaba.
Catalina.
Ella era mi amiga desde el jardín de niños,
cuando le jalé el cabello para despertarla de la siesta de todos los días. Ella
me defendía, y yo hacía lo mismo con ella. Éramos inseparables.
Catalina solía tratar de persuadirme para que
hablara por mi misma y dijera de vez en cuando “no”, pero luego de unos años,
simplemente se hartó o por fin comprendió que conmigo no había caso. Llegábamos
al final de nuestro penúltimo año sin mayores cambios que el color de pelo de
Catalina.
Ese lunes, no la vi donde solíamos juntarnos
todas las mañanas, y aunque no me preocupé mucho por esto, los pelos en mi nuca
se levantaron en un extraño escalofrío que me dejó momentáneamente pasmada en
la entrada de mi salón de Física I. No podía esperar a escoger el optativo para
mi primera clase del siguiente año.
Ese día se pasó rápidamente entre clases
avanzadas y chicas que solicitaban mi ayuda para su elección de vestidos por la
graduación y problemas amorosos típicos del inicio del verano. Catalina había
faltado a la escuela, enferma del estómago, según su hermana un año menor, por lo que al finalizar el día me dirigí a
esperar a mi novio, Francesco, que asistía a una escuela para chicos que
quedaba en las afueras de la ciudad y que me recogía todos los días.
Nos habíamos conocido desde pequeños,
habíamos sido vecinos por quince años hasta que yo me mudé a una cuadra de
donde solíamos vivir.
Nuestros cumpleaños eran separados solo por
dos días, lo que sumado al hecho de nuestra cercanía geográfica, hizo que para
los cinco años fuéramos mejores amigos.
A los quince podíamos pasar hasta una semana
entera sin dormir, hablando y “compartiendo nuestras mentes” como él solía
decir. Y para el final de ese verano lleno de experiencias completamente nuevas
para los dos, comenzamos a salir.
Él me había dado mi primer beso a los trece,
en medio de una charla sobre el exoesqueleto de las cucarachas. Siempre
recuerdo el tono de rojo que adquirieron sus mejillas cuando se alejó de mi, y
el calor que sentí en las mías mientras los miraba a los ojos y le devolvía el
beso.
En esa época no sabíamos nada de novios o
romanticismo, así que dejamos el “incidente” como una maravillosa noche de
verano en la que quisimos dar rienda suelta a nuestra curiosidad. Pero a los
quince creíamos saber todo sobre el amor, y una noche extremadamente calurosa
de verano, él me llevó un pote de helado de frambuesa, nos sentamos en las
hamacas del patio, y en medio de un silencio abrumador, él me dijo, con la voz
temblorosa, con duda y miedo:
- ¿Quieres ser mi novia, Emma?
Llevaba una hora y veinte mensajes al
contestador cuando me di cuenta de que no iba a venir. Comencé el camino a
casa, y tal película de heroína desdichada, las nubes que habían amenazado toda
la mañana, se desbordaron completamente sobre el paisaje. Quedé empapada en la primera
cuadra, y para cuando pasé el umbral de la puerta, estaba tan furiosa con
Francesco que opté por apagar el celular.
Habían
pasado exactamente dos horas desde que había llegado, que un fuerte golpe en la
puerta me despertó de la siesta iracunda que había decidido hacer en el sillón.
Vi por la
ventana que era mi novio, y por un segundo pensé en no abrirle, pero la lluvia
era más copiosa y me apiadé.
Entró
triunfal con su 1,98 de altura y me alzó hasta el techo en un abrazo, ignorando
por completo la mueca que le había echo cuando me vio.
- ¡Muñeca
hermosa! Tienes tu celular apagado, intenté llamarte tres veces - dijo mientras
me bajaba al piso y yo no le respondí, esperando a ver cuánto tardaba en darse
cuenta de su error - Creí que había sido la tormenta, pero tu mamá me dijo que
estabas durmiendo, pequeña dormilona.
Casi cedo
al enojo cuando me di cuenta que había llamado a mi mamá para saber de mí.
Luego lo vi más de cerca y todo se me vino de nuevo. Pasó tranquilamente al
living y se sentó sobre las mantas que yo había usado, mientras agarraba el
control remoto y ponía algún estúpido partido de fútbol.
Francesco
Ainhert era muy seguro de si mismo y demasiado despistado. No era una buena
combinación.
Tardó
casi cinco minutos en darse cuenta de que algo iba mal.
- …y casi
pierdo los apuntes, pero por suerte… - Se detuvo de golpe cuando no le
correspondí a su apretón cariñoso de manos. Se levantó lentamente del sillón y
se agachó al frente mío para mirarme a los ojos.
- ¿Qué
ocurre, Emma? - me susurró con cara de consternación mientras me apartaba el
flequillo de la frente - No has abierto la boca desde que llegué y sueles
acurrucarte a mi lado cada vez que llueve de esta manera…
Miré al
techo un momento antes de abrir la boca y dejar que saliera todo un torrente de
palabras
- ¡Oh!
¿En serio, Francesco? - una vez que había empezado, no pude parar, y comencé a
alzar la voz - ¿Pretendes que te abrace y que actúe toda dulce y dócil a tu
lado después de lo que hiciste hoy?
Vi su
cara de desconcierto y quise abofetearlo por primera vez en todos los años que
nos conocíamos. Está bien, no la primera,
pero definitivamente nunca había sentido este instinto asesino. Me reí
agriamente mientras me paraba y comenzaba a dar vueltas por la sala, dejándolo en
esa posición, mientras su cara pasaba de la sorpresa, a la burla y a una ligera
conmoción. No se movió ni un centímetro.
-
Probemos con un lenguaje que puedas entender, mi cielo - exclamé mientras lo
rodeaba y miraba fijamente - Anoche me dices muy amoroso y romántico que hoy me
pasabas a recoger como todos los días, así mirábamos esa película que tanto
insististe para ver que gasté un gran porcentaje de mis ahorros para regalarte.
Y luego, ¡Oh, sorpresa, Emma! ¡No apareces en toda la maldita tarde y ni
siquiera respondes las llamadas!
Esperé a
que se diera vuelta para descargarle la más terrible de mis miradas encima.
- Emma… -
comenzó mientras se ponía de pie, la realización abrazando sus fuertes rasgos -
Sabías que tenía un partido de tenis con Leo esta tarde, y mi celular esta
descompuesto. Te avisé anoche en un correo electrónico…
No lo
dejé terminar ni que se acercara a mi como pretendía hacer. Grité de frustración
y me alejé lo más que pude de él.
- Eso es
un maldito alivio, Francesco. Tuve que caminar diez cuadras bajo la lluvia,
pero eso, ¡esta excelente! ¡Vivimos a una cuadra, pero eso esta muy bien!
¡Porque me enviaste un correo electrónico! Cuando anoche te pedí ayuda con mi
maldito…
- No
digas más “maldito”, Emma, por favor…
- ¡Mi
MALDITO aparato del Internet! Hablamos una hora cuando viniste a vaciarme el
refrigerador sobre lo que se podía hacer - continué destilando furia en cada
palabra - Así que perdóname Francesco sino puedo entender la importancia de tu
jueguito de tenis y tus excusas insulsas. Caminé todo el camino desde la
escuela bajo la lluvia y tú te apareces todo glorioso esperando que te trate
bien.
Me le
acerqué bajó su mirada herida y le puse el dedo en el pecho, ignorando la voz
racional en mi cabeza que me decía que estaba exagerando. Al diablo todo.
- Si
esperas eso Francesco, espera tranquilo, pero sentado y en ¡tu maldita casa! -
y para darle más énfasis a lo que decía lo empujé al pasar y subí lentamente
las escaleras, sin darme vuelta a ver cómo asimilaba mis palabras. La dulzura
que habían adoptado sus ojos debía de haber desaparecido.
Cuando
casi llegaba al segundo piso, lo escuché, apenas, decir en un susurro triste:
- Pensé
que me ibas a entender, Emma, tú siempre me entiendes…
No volví,
me encerré en mi habitación hasta tarde, hasta mucho después de que lo oí salir
y encender su camioneta, mucho después de que los ojos eran dos rendijas de
tanto llorar…
Estaba harta de entender.
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